Entrar al Camino de Santiago es como adentrarse en el desierto y caminar desnudo, con los ojos cerrados, pero la mirada fija hacia dentro, contemplando casi sin querer nuestra propia alma, recorriendo nuestro mapa de la vida.
El Camino de Santiago era uno de mis objetivos en la vida, no porque tuviera alguna razón religiosa ni algo que cambiar en mi vida. Eso pensaba yo; luego el camino se encargaría de demostrarme otra cosa.
Mi camino comienza en Saint Jean Pied de Port (Francia). El camino original llamado Francés es el que sigue al sol durante el día y la Vía Láctea durante la noche. Llego al pueblo francés después de un largo día de tren y ómnibus, donde por primera vez mi bicicleta no era un obstáculo para viajar.
El primer trámite es conseguir el Carnet de Peregrino, que será mi documento de aquí en más, al que sellarán dando testimonio que estuve en el camino y con el que accederé a alojamientos, comida, menús con precio especial, etcétera. Ya pertenezco a una comunidad lejos de casa sin ningún conocido.
Me dan junto al Carnet de Peregrino todos los datos que pueda necesitar: desde albergues, cantidad de kilómetros entre uno y otro, dónde se pueden reparar bicis, dónde comer, dónde dormir con números telefónicos de emergencias, etcétera, además la vieira que me acompañará. La vieira es el símbolo del camino y todos los peregrinos llevamos colgada una. También será el símbolo que nos identifica como tal.
Parto sin más trámites que hacer, me siento orgullosa. Tenía por delante 22 km de subida de los 150 m a los 1450.
Salgo con el entusiasmo de un niño, desbocada, con el corazón latiendo a mil. Comenzaba un camino aquí en un pueblo de Francia, sola y sin saber el idioma, pero la felicidad que tengo sólo me hace pensar que lo que comencé hoy aquí terminará exactamente del otro lado de España. Así pedal a pedal, entusiasmadísima hasta que siento que cada vez me costaba más y más.
Pensé: sólo tengo que cruzar los Pirineos; yo ya había cruzado con mi bici la cordillera de los Andes, más difícil entonces no podía ser. A los 200 m la subida me dejó sin aliento. Paro, me bajo. Imposible dar una pedaleada más. Para disimular saco una foto, mientras pienso cómo poder seguir.
Subí a la bici y bajé cambios hasta que ya no tenía más cambios.
De pronto tres ciclistas que estaban entrenando: "Ven, vamos", me invitaron. Pero no los pude seguir ni 100 m. Las patitas no me daban. En el camino me encuentro con dos parejas de noruegos que al ver que no podía subirme a la bici en una subida me empujan; luego me sacaron fotos a lo largo del trayecto porque no podían creer lo que yo estaba haciendo. "¡Argentina guapa!", me decían.
Entre una y otra equivocación hice el doble de los kilómetros que había que hacer, pero cumplí con la primera etapa: llegué a Roncesvalles (ya Navarra, España), busqué el albergue y luego de sellar el carnet y pagar 3 euros, nos indican dónde dejar las bicis, el número de cama, los sanitarios, las duchas, etcétera.
Me doy cuenta de que a los peregrinos no se los distingue por el sexo, pues allí estábamos en un dormitorio comunitario los peregrinos ciclistas, dormitorio, duchas sin distinción de sexo; tampoco a nadie le importaba.
Al día siguiente comencé mi segunda jornada un poco más tranquila, pues el perfil de las siguientes etapas son más suaves.
Me siento en el paraíso, esto es hacer ciclismo, cicloturismo. A medida que avanzo cruzo a peregrinos cargando sus mochilas.
Durante siglos, desde los comienzos de la era cristiana muchos han sido los peregrinos que han seguido los pasos de Santiago y todos recibían los mismos honores. Día a día en cada albergue donde llegué me trataron como si fuese la única peregrina.
La emoción te embarga cuando llegás justo enfrente de la catedral de Santiago y te rindes frente a ella cómo ofrenda religiosa. Sólo el que hace el camino comienza a comprender lo que significa. Aprendí a ver no lo que me falta, sino cuántas son las cosas que me sobran