¿De qué le sirve a un hombre buscar, como si fuera el Santo Grial, la forma de mantener una erección por horas, si al cabo de ese tiempo nosotras no quedamos satisfechas? La respuesta es corta y contundente: de nada.
A ver, señores, las maratónicas faenas medidas con cronómetro, que no logran desprendernos ni siquiera un gemido, son tan humillantes como la temida eyaculación precoz.
La verdad es que en el fondo de todos los esfuerzos masculinos por mantener sus astas en alto, por un tiempo más allá de la quitada de la ropa, solo está el oculto y natural deseo de que nosotras pongamos, primero que ellos, el letrero de ‘Fin’ a la película.
Cualquiera interpretaría la prolongación del aquello como una clara intención de buscar la satisfacción de su pareja; sin embargo, lo que en realidad está en juego es su tonto orgullo machista. Simplemente quieren evitar, a toda costa, acabar metidos en la lista de fracasados a quienes las contracciones involuntarias e irreversibles de su departamento inferior, los asaltan mucho antes de haber promovido en la contraparte gritos, aullidos y movimientos incontrolados (con la consabida volteada de ojos).
Por eso se desviven y por eso, se lo confieso con descaro, fingimos en la cama. Y no se aterren: ya es hora de que sepan que todas las mujeres tenemos clarito lo difícil que muchas veces les resulta llevarnos a la cama, y lo conscientes que somos de la torpeza genética de algunos bajo las sábanas. Aclaro, eso sí, que si lo hacemos es por aliviarles esa incómoda sensación de “deber no cumplido” que los invade mientras se visten.
Desde el primer avance de su humanidad nos contoneamos, invocamos a los que nos protegen, dejamos que nuestra garganta emita sonidos guturales, que ellos encuentran excitantes, y justo antes de que ellos nos pregunten si nos sentimos bien, procuramos hacerles creer que son unas bestias adorables. El resultado es simple: ellos se dormirán felices y seguro lo intentarán de nuevo para reafirmarnos que en la cama ellos mandan.
Así ha sido siempre, con las gloriosas excepciones de aquellos varones de verdad que saben de juegos previos, de caricias justas, de armonías deliciosas y que han aprendido que en el catre no importa tanto el tiempo de su firmeza como la calidad. Hasta luego.